En muchas ocasiones he escuchado comentarios de ciertas personas que dicen que prefieren comprar un disco que asistir a un concierto. Principalmente, el centro del argumento es económico. "Con lo que pagaría por ver el concierto de fulanito", dicen, "me alcanza para comprarme hasta tres o cuatro de sus discos, y no hablemos siquiera de los gastos adicionales, como estacionamiento y coleccionables, como camisetas o posters". En un sentido estricto, quien piensa así tiene razón. El costo de un boleto de entrada para un concierto va desde los $200 hasta... bueno, hasta lo que se quieran gastar, dependiendo de qué tan al frente deseen estar. Para fines prácticos, digamos que el tope es $1,500-2,000. Un boleto, en promedio, cuesta $400-500 y en verdad, cuando los discos cuestan alrededor de $100-150 cada uno, es posible comprar tres, cuatro o más discos por el mismo precio de una entrada (sin considerar la piratería, tema aparte).
Sin embargo, si vamos a un sentido un poco más profundo, ¿qué sentido tiene escuchar música? Básicamente, la mayor parte de la gente que escucha música lo hace porque mueve sus emociones. Ya sea la alegría de un son jarocho, la energía de la música electrónica o la intensidad de una sinfonía de Bethoveen, lo que disfrutamos es la forma en que el autor y los ejecutantes nos llegan al alma, nos exaltan, nos transportan. Dentro de ese contexto, la forma más pura de conexión emocional entre la música y nosotros es cuando la escuchamos en vivo. Por supuesto, la tecnología de grabación permite capturar todas las sutilezas de una interpretación, pero ¿cómo capturar la improvisación, la conexión entre el músico y su auditorio? Es precisamente por esta conexión, este momento de electricidad y extasis que los melómanos siguen asistiendo a salas de conciertos y estadios en todo el mundo. Además, claro, está el decir "yo estuve ahí, en ese concierto histórico", y eso, como lo bailado, nadie nos lo quita.